Para aquellos quienes crecimos en los apacibles parajes rurales de
nuestro suelo patrio, acostumbrados a caminar grandes distancias
entre rancho y rancho, o entre rancho y capuera, sin letrinas
disponibles entre un punto y otro, la presencia del tepoti o
excremento humano a la vera del camino era harto frecuente y de
ningún modo inusual. El inconfundible hedor y el enjambre de moscas
eran señales inequívocas de su fastidiosa y repulsiva presencia. Lo
prudente y aconsejable siempre fue solamente esquivar el montón e
ignorarlo en lo posible. A lo sumo, cubrirlo con tierra o marcar su
presencia de algún modo, con el objeto de recordarnos su presencia a
la vuelta; pero nunca, jamás de los jamases, tratar de removerlo.
Porque la posibilidad de embadurnarse con el tepoti en el intento de
removerlo era grande, y siempre entablaba la inevitabilidad de
insultar los sentidos con sus renovadas desagradables características
físicas. Esta “indeseabilidad” o aversión natural a la
posibilidad de empastelarse innecesariamente, le dan al tepoti cierta
impunidad: La impunidad de seguir siendo tepoti, de seguir
incomodando con su existencia, de insultar nuestro orgullo ante la
impotencia de lidiar con su continuada presencia. Su mera hediondez y
nauseabunda presencia lo hacen intocable.
Uno de los pocos consejos que valió la pena conservar, de los muchos
que recibíamos cuando íbamos creciendo, es el que nostálgicamente
recordamos como “la impunidad del tepoti”. Y se refería a lo
siguiente:
De tanto en tanto, caminando por el largo y a veces tortuoso sendero
de la vida, uno se encuentra con cierto tipo de personas o individuos
cuya catadura moral, ralea social o salud mental lo ubican en la
misma categoría del tepoti. Cuando esto se da, lo único prudente y
aconsejable es evitarlos en lo posible. Aun cuando nuestros
sentimientos o efluvios hormonales nos incitan a tomar el garrote y
barrerlos del mapa, la cordura y el buen juicio deben alejarnos de
este accionar o de cualquier otro que nos pueda conducir a la cárcel
o al hospital. El placer de sacarlos a patadas del camino es pálido
comparado con el enorme perjuicio de tener que contratar abogados
para mantenernos fuera de la cárcel, de pleitos judiciales y otros
inconvenientes sociales. Generalmente esta excrecencia social no
tiene absolutamente nada que perder; nosotros, si. En este sentido,
estos individuos indeseables tienen la misma impunidad que el tepoti.
Y como al tepoti, no queda otra cosa prudente más que evitarlos.
Este consejo es, definitivamente, uno de los pocos que siempre va a
encontrar un lugar preferencial en mi alforja de sentimientos,
recuerdos y experiencias. Y uno que, gratamente, comparto con otras
personas, aún cuando no me lo pidan.
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